Octavia E. Butler definió con una precisión insólita lo que sucedería veinte años después de la publicación de su obra maestra, "La parábola del sembrador". La mala noticia es que ese futuro horrible empieza ya a parecerse demasiado a nuestro presente.
Andreu Navarra
Cuando escribíamos, con Beatriz García Guirado, nuestro Ballard Reloaded, a ella se le ocurrió la etiqueta #ballardamus para intentar sistematizar todo lo que el de Shepperton profetizó: redes sociales, sociedad del espectáculo extrema, deshumanización emocapitalista, complejos de trabajo neofeudal... No pararíamos nunca; sin embargo, esta sensación de estar recordado el futuro se acentúa aún más al transitar por las páginas turbulentas de La parábola del sembrador (1993), la obra maestra de Octavia E. Butler que por fin corre arriba y abajo gracias a la edición de Capitán Swing (traducida por Silvia Moreno y con un prólogo de Gloria Steinem).
Butler acertó cuando pensó que durante las primeras décadas del siglo XXI avanzaría el analfabetismo (son muchos los pensadores postmarxistas que están alertando hoy sobre la posibilidad de que nuestra civilización esté saliendo de una era alfabetizada para regresar a una nueva oralidad feudal); y también supo prever fenómenos que están en el orden del día: sequías que alternaban con ciclones furiosos e inundaciones, privatizaciones de ciudades enteras, un nuevo orden basado en las prioridades de un puñado de macrocorporaciones, la crisis de los opiáceos (uno de los fenómenos de naufragio público más estremecedores de la década), los populismos racistas (y aquí el presidente Donner es un anuncio del trumpismo) y en general la necropolítica desatada y convertida en el verdadero programa político de una cultura que se desmorona.
En la California que describe Butler, los millonarios se han atrincherado en urbanizaciones rodeadas por alambradas, explosivos y ejércitos privados. La clase media trata de sobrevivir con lo mínimo en recintos amurallados: en el exterior sólo hay yonquis pirómanos, francotiradores, ladrones, violadores, carroñeros y hasta niños antropófagos. En las novelas de Ballard persisten recuerdos del mundo antiguo, y algunos vestigios culturales y lujosos, y los sueños ayudan a acompañar a las criaturas que deambulan sin rumbo. En la civilización caída de Butler sólo hay racismo, depredación y violencia, porque se partía, de algún modo, de más atrás.
Muy influenciada por el pensamiento cosmista, Butler cree que el único futuro posible no está dentro, sino en el afuera radical del espacio exterior.
Por eso es doblemente angustiante leer La parábola del sembrador. Si empezaba como una alegoría de los poderes familiares, culturales y municipales, con una insistencia curiosa en la necesidad de contar con una formación sólida, a partir del asalto contra la comunidad fortificada en la que ha vivido Lauren, joven visionaria hiperempática que va recibiendo revelaciones espirituales, la novela se precipita hacia un vórtice de violencia extrema que no deja de resultarnos familiar. Además, la autora está especialmente atenta a las violencias específicas que sufren las mujeres en sus carnes: de hecho, esa amenaza es omnipresente en la obra, hasta el punto que Lauren, para ahorrárselas, se disfraza de hombre para viajar, como algunas heroínas del Siglo de Oro español, como la protagonista de El alcalde mayor de Lope de Vega, o la de Don Gil de las calzas verdes de Tirso de Molina o la Rosaura de La vida es sueño.
Como la sacerdotisa que protagoniza Voces, de Ursula K. Le Guin, Lauren tiene las manos grandes y un cuerpo peculiar, y ambas han comprendido la relación estrecha que media entre la lectoescritura experta y el poder político. Alguien desposeído de cultura escrita es un ser desvalido, que no puede imaginar alternativas ni construir un destino que no se ajuste a las ideologías dominantes. Ambas escritoras, Butler y Le Guin empatizan con sus propias protagonistas-oráculo, trazando mundos culturales postlaicos cuya ventaja principal es el hecho de que estén controlados por la misma fuerza creadora, sin que medien religiones de dominio. Eso es, en parte, lo que nos querían explicar.
Pero esa primera parte leguineana de La parábola del sembrador no avanza hacia ningún orden esperanzador. Muy influenciada por el pensamiento cosmista, Butler cree que el único futuro posible no está dentro, sino en el afuera radical del espacio exterior: hay que colonizar nuevas mundos, porque el que tenemos ya se ha convertido en una ruina inservible, por culpa de la ceguera y del poder violento, la política entendida como una mera sumisión. Como ya había entendido Kropotkin, sin socorro mutuo no hay posibilidades de seguir adelante. En La parábola del sembrador, los ecos bíblicos también son constantes: ¿qué es el amor de Lauren y Pankole sino un recuerdo de Abraham y Sara? El mismo título de la obra alude a un pasaje del Evangelio de Mateo.
Por mi parte, como lector, lo único que deseo ya es que todas estas profecías puedan ser interrumpidas por alternativas factibles, porque desde luego en un 2025 como el que dibujan tanto la autora como nuestros telediarios está dejando de ser vivible.
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